jueves, enero 04, 2007

BITACORA REPUBLICANA

Porfirio Muñoz Ledo
Los Pactos rotos
Jueves, 04 de Enero de 2007

Los años que se van dejan un sabor que generalmente perdura en el tiempo. Sea por hechos de tal modo sobresalientes que concentran la memoria histórica y los colocan en las efemérides de una nación o del mundo, sea simplemente porque el balance es alentador, incierto o frustrante. El que acaba de transcurrir es de estos últimos, visto sobre todo desde la perspectiva de México. Se trata de un período aleccionador y amargo a la vez.


Fue, de modo prototípico, un año de impunidad internacional. El hecho más grave, sin duda, la operación Cambio de Rumbo decretada por el gobierno de Israel contra del Líbano: ofensiva militar de inusitadas proporciones dirigida no sólo contra todo género de instalaciones y enfocada hacia las zonas urbanas, sino deliberadamente orientada a la población civil. Las Naciones Unidas se vieron nuevamente condenadas a la impotencia merced a la abierta complicidad de los Estados Unidos. Una instantánea indeleble del retroceso político y humanitario al que asistimos.


Es también el año del castigo por la propia mano. Su escena final: la ejecución de Sadam Huseseim mediante el salvaje recurso a la horca y el apoyo comedido del ejército ocupante. Venganza, más que justicia, salta a la vista. Con independencia de la magnitud de los crímenes cometidos representa una evidente violación a los derechos humanos y un desacato a la jurisdicción internacional. Ofende el uso truculento de las imágenes con torcidos objetivos internos. Contrasta con las muertes beatíficas de Milosevich y Pinochet, que en su tiempo fueron también aliados o consentidos de Washington.


El acercamiento diplomático de Estados Unidos a la India anuncia una recomposición de alianzas cuyo eje son las potencias emergentes. Sus alcances potenciales son equiparables a los que tuvieron, hace treinta años, los acuerdos de Kissinger con China. Sólo que ahora se trata de atajar a ésta y no como entonces, a la Unión Soviética. El costo de esta nueva amistad es la permisibilidad explícita al armamentismo nuclear y el desprecio a los tratados de no proliferación. Una vez más el doble discurso: lo que para uno fue causa del patíbulo, para el otro es motivo de congratulación y aliento.


El vuelco de la opinión pública norteamericana expresado en las urnas pareciera apuntar en un sentido distinto. Fue quizá la mejor noticia de la temporada, pero falta todavía conocer en términos políticos reales el sentido de ese cambio. Algunos lo interpretan como el resurgimiento de los interese locales y la aparición de nuevos liderazgos que los encarnan; otros, como el hastío creciente de la demagogia militarista. Si fuese el reflejo de una sociedad cada vez más multicultural, podríamos augurar una reformulación de las agendas públicas y la revisión del pernicioso amasiato entre los intereses corporativos y el poder del Estado.


Por el flanco europeo se percibe mayor acento en la consolidación que en el avance. Su estrategia global se ha vuelto de plazo largo y la diversidad de los intereses comunitarios los constriñe a consensos básicos y no conflictivos. El remozamiento del andamiaje institucional es hoy una variable de su capacidad de ampliación, que ahora llaman “digestión”. El ingreso de Bulgaria y Rumania es más bien el fin de un ciclo que el comienzo de otro. La política está supeditada a factores económicos y productivos: la amenaza de las migraciones y la competencia económica.


En el escenario latinoamericano parecen haberse consolidado los sistemas democráticos. Durante un año ocurrieron 11 elecciones para la renovación de los gobiernos nacionales: Chile, Bolivia, Costa Rica, Perú, Colombia, México, Guyana, Brasil, Ecuador, Nicaragua y Venezuela. En siete de ellas hubo reelección de mandatarios, consecutiva o no consecutiva. En cuatro hubo prolongación de mandato y en tres los gobernantes repitieron después de un tiempo de ausencia. Salvo en dos de ellas, todas se inclinaron hacia la izquierda, en muy diversas modalidades: cuando menos, la derecha fue claramente derrotada.


Colombia y México fueron pues las excepciones a la regla. Coincidentemente, los únicos dos en que la participación electoral fue inferior al 60% ( 45% y 58%,) respectivamente; igual que ocurrió el año anterior en Honduras (55%), donde también llegaron al poder los conservadores. Felipe Calderón fue declarado vencedor con el porcentaje más bajo y la diferencia más pequeña ( 35% y medio punto), seguido de Daniel Ortega ( 38%) y en contraste con el 62.4 % de Uribe, el 60.8 % de Lula y el 62.4% de Chávez. Lo que se relaciona con el sistema electoral y de partidos pero habla también de legitimidad democrática.


De acuerdo a las últimas encuestas de Latinobarómetro, México se mantiene abajo del promedio regional en la percepción sobre el funcionamiento de la democracia (5.9%) que contrasta, por ejemplo, con el 7.2% del Uruguay. Pero aun más delicado, es el país de la región donde menos se asocian las libertades civiles con el régimen democrático: sólo un 22%, comparativamente a un 63% en Panamá o a un 67% en la República Dominicana. De acuerdo a otros sondeos ( GEA-ISA), en un año la percepción de que nuestro país no es realmente una democracia bajó drásticamente del 47% al 59%. Donde el río suena, algo lleva.


Sabido es que el 42% cree que no hubo legalidad en las pasadas elecciones y el 66% ve al país en retroceso. Es todavía más preocupante el 13% que, según Consulta Mitofsky, en septiembre pasado proponían un levantamiento armado contra el gobierno. Por su parte, la empresa De la Riba reveló hace poco que más de ocho millones de personas piensan que los problemas del país no encontrarán solución sino por medidas radicales, mientras cerca de diez millones estarían dispuestos a evitarlo a cualquier costo. Polarización de alto riesgo, que pone en duda la vigencia efectiva de las instituciones.

Nadie podría afirmar seriamente que México se ha instalado en la normalidad democrática. El saldo más oneroso del 2006 es la ruptura de los pactos políticos que encaminaron el comienzo de la transición y la alternancia de los partidos en el poder. El retorno a la imposición gubernamental como método sucesorio y la dramática supeditación del Estado frente a los poderes fácticos. Toda solución política exige el reencuentro de la legitimidad perdida y la reforma en profundidad del sistema constitucional. Esa es la tarea a la que los mexicanos estamos llamados.